Que vos sientas que estás dando todo,
no significa
que tu pareja sienta que estás dando todo.
Lo fundamental es,
siempre, el diálogo.
Tres figuras avanzan a la vera del arroyo sin proyectar sombra
más allá de sus pies; la delgadez no les impide caminar con rapidez e intentar
sacarse sonrisas continuamente, caminan y se bromean. Son hermanas, dos muchachas
y un joven, el menor. Están desandando un camino que hicieron años atrás,
sumándose al éxodo de la patria.
- ¡Estamos llegando!
–exclama el joven apuntando a un claro con la tacuara que usa de bastón.
- No puedo creerlo
–responde una de las hermanas
- Realmente es
increíble, después de tanto tiempo –señala María, la siguiente.
Se encuentran con que la casa no está ocupada como el resto de
la ciudad, pero fue destruida. Los invasores sabían que las familias enterraron
sus joyas y cosas de valor antes de abandonar las ciudades, y no era difícil
adivinar cuáles eran -o habían sido- las de mejor condición económica. En este
caso, se llevaron todas las sillas talladas, y hasta el kambuchi de la
entrada fue sableado por su falta de agua.
Ninguna comenta nada mientras mira el piso, buscando nadie sabe
qué. La parralera está sin frutos y las pocas hojas verdes que le quedan apenas
dan sombra al suelo castigado. Todo el patio y los alrededores fueron cavados,
removidos en busca de objetos de valor. En el único lugar que no tiene un hoyo
de tierra, ahí se arrodillan las hermanas Servín y empiezan una última
perforación al suelo.
Cuando el pozo tiene cierta profundidad, dejan la tacuara con
punta que usan de pala para avanzar con su excavación a mano, ahora con más
cuidado pero con la misma energía con la que empezaron. No temen ensuciarse las
manos, sacan la tierra por puños. Una de ellas hasta se hace un corte, pero no
lo nota.
María llega primero, siente la madera y aunque la felicidad le
da una cosquilla desde la boca del estómago para afuera, su primera reacción es
soltar unas lágrimas y abrazar a su hermana, que responde en emoción y con el
mismo llanto. Son lágrimas de felicidad, han encontrado su tesoro familiar,
aquel que los invasores no encontraron.
-
Déjenme ayudar –dice
el varón en ese momento.
Eduardo, que así se llama el joven, se suma entonces a la tarea
y se encarga de sacar la caja de madera, convertida en improvisado cofre pocos
días después de que el vicepresidente Sánchez hiciera la más temida
comunicación: el ejército aliado se acercaba y Luque debía desocuparse. En aquel
entonces era solo un niño, y tener que huir fue una tristeza inexplicable.
La caja está dañada por la humedad, ha pasado enterrada mucho
tiempo. Tanto él como sus hermanas, si bien no lo expresan, sienten un remolino
de emociones. Destapar el cofre podría significar el cierre del terrible ciclo
o una rememoración total de la lastimera historia reciente: despojo,
persecución y pérdida de vidas, como las de su padre y otros hermanos.
El joven corta unas ramas de jazmín del Paraguay y las
utiliza como plumero para sacudir la tierra roja de la caja, las mueve de
izquierda a derecha repetidamente para dar tiempo a sus hermanas de soltarse.
No quiere ser él quien dé el paso. Las otras dan acuse del mensaje, se sueltan,
se acomodan las polleras y dan un gran suspiro para mirarlo y decir:
-
Hagámoslo.
Las hermanas abren la caja, e inmediatamente son invadidas por
una paz que se les hace pesada en el pecho y mandan afuera de él con una
alabanza, pues la sagrada imagen de Nuestra Señora de las Mercedes está casi
intacta; con el rostro algo deteriorado, pero intacta. En ese mar de miseria, la
imagen se convierte en tabla de náufrago para las hermanas.
- El rostro está
dañado, quizás triste porque perdimos la guerra -sentencia Eduardo.
- Todavía no la hemos
perdido -responden a coro las hermanas, quienes asumen como un milagro que toda
la propiedad se haya removido para dar con oro y plata, y entre las joyas y
candelabros de la iglesia familiar no se hayan llevado la imagen.
Pero su hermano no entiende eso. En su pecho siente el dolor que
su patria, su casa fuera saqueada. La santa imagen no le produce lo mismo que a
sus hermanas, a él le recuerda, con el dolor de un golpe, los mejores años de
su infancia -enviada tan lejos por los cañones- la sombre de la parralera, el
aire freso del vecino Yukyry, a su madre y a su máximo héroe, aún más grande
que el propio Mariscal, su padre, muerto como el otro en Cerro Cora.
- Hemos perdido
–insiste el joven. No porque quiera contrariar a sus hermanas, sino porque de
verdad lo siente.
- No hemos escapado de
nada –se le responde-, cumplimos el mandato natural de los paraguayos, el de vencer o morir, y si ahora podemos
pararnos aquí es porque hemos vencido.
- ¿Vencido qué,
penurias? Papá y nuestros hermanos están muertos, aquí la casa destruida, y por
ahí los macacos rondando. Hemos perdido la guerra.
- ¡Es que la guerra no
ha terminado, entiende! Los cañones están en silencio porque quieren descansar
un rato, anduvieron despiertos 5 años. Pero pueden despertar. Todo esto fue
solo una batalla, y la batalla final es la empieza ahora, la decisiva.
Pensar que queda una batalla anima a Eduardo, mal apurado en la
mente por la rabia ante tantas injusticias: pensar en venganza le hace alzar la
mirada y preguntar cuál es esa batalla que queda.
- La de reconstrucción
–le responde la mayor.
- A ellos no les
importa ni les importó nunca el Paraguay –siguió María mientras acariciaba el
cabello descuidado de la Virgen- si no, hubiesen encontrado este tesoro. No sé
si la hubieran destruido o secuestrado, pero ella no se dejó ver.
- ¿Qué tiene que ver
la imagen? –pregunta el joven Servín.
- Tiene que ver con
que sabemos de dónde vino, y desde que llegó ha hecho cosas buenas, como crear
una comunidad.
Como sabe que la furia es un caballo sin bridas, y su hermano
aún no reacciona, la hermana mayor continúa su exposición:
- Esta imagen vino en
el barco Santa María, en el mismo viaje que la madame Lynch, por cierto.
Nuestro hermano Rufino siempre fue el práctico de ese barco y la trajo de Europa
motivado por los sentimientos piadosos que papá le inculcó. Llegó a casa el
mismo año que tú. Era solo el busto y papá se encargo de encontrar al mejor
carpintero del valle para que le completara el cuerpo. Desde entonces, nuestra
puerta estuvo abierta para recibir a vecinos con quien compartir la devoción a Nuestra
Señora de las Mercedes, que ha sabido responder a nuestros afectos y nos tiene
juntos, vivos.
- Eso lo que decía
papá –reaccionó Eduardo- debemos recordar nuestras raíces y honrar a nuestros
antepasados. Saber de dónde venimos, y hacia dónde debemos ir.
- Así es –respondió la
hermana mayor sujetándole el rostro con una mano, viéndolo con maternal amor.
- ¿Es por eso que
dices lo de la guerra, verdad?
- Sí hermano. La
batalla final empieza ahora. Se llevaron las cosas materiales pero no lo que
somos, somos fe y esperanza, somos unidad. ¡Eso somos los paraguayos! Ahora
debemos resistir, debemos recordar lo que pasó, tenemos que cuidar nuestro
idioma, nuestras costumbres y nuestra forma de ser. Eso lo que los aliados querían
aniquilar, pero juramos con nuestra madre Virgen Santa de la Merced de testigo,
que las hermanas Servín no lo permitiremos. Pondremos nuestra parte, no
decaeremos. La verdadera invasión es la se prepara ahora, y es ahora que hay
que resistir.
- Hay mucho por hacer,
hermanas.
La familia se funde en un abrazo mientras el sol avanza camino
al horizonte. Luego ordenan la galería de la casa y preparan un altar que da al
camino que llega a la casa. Como sus padres les enseñaron, dejarán las puertas
de la casa abiertas para quien lo necesite.
Esa noche, último sábado del otoño de 1870, luego de asearse y
compartir la improvisada cena, los Servín encierran con un semicírculo a la
patrona de la comunidad y rezan el rosario. Cada quien un misterio gozoso.
Luego se duermen a sus pies, después de mucho tiempo, sin miedo y con la
esperanza de un mañana.
Los meses pasan y la casa está reparada. El color y los aromas
del jardín anuncian la llegada de la primavera. La familia Servín y toda la
comunidad está contenta porque la imagen de la Virgen “de la mercé” ha vuelto
de Tobatí, donde un anciano artesano la ha restaurado. Tanto amor se dedicó al
trabajo y tan esperada fue ella que, desde que la descubrieron, nadie dudó de
que ese rostro santo era el de la misma Virgen María.
Tiempo después, la comunidad se levanta de nuevo en torno a la
capilla familiar. Devoción y comunidad crecen, al punto que la imagen migra a
una nueva casa, más grande, en donde las hermanas Servín siguen siendo sus
cuidadoras. Eduardo, a su vez, se convierte en un adulto trabajador y
solidario, vecino conocido y querido en la comunidad de Valle Puku.
Los argentinos se van primero, los brasileros después. Se
agradece esta liberación a la Virgen de las Mercedes, que intercede por los
presos. Se le canta y ora en castellano y también en guaraní. El Paraguay puede
de nuevo ser dueño de sí mismo.
Unas manos callosas se tomas entre sí, dos mujeres y un hombre.
Sonriendo, alguien exclama:
- Hermanas, ustedes siempre tuvieron la razón. Hemos ganado la guerra.