Con los días, sucesivamente ha
ido durmiendo menos, aunque no lo notan su cuerpo ni su mente. Sola en la casa,
la mujer ha caminado en círculos tanto tiempo que la alfombra de la sala se ve
como un sendero en medio del pasto. O como una trinchera, considerando que ese
andar infinito en ese espacio tan finito es lo que la protege.
Son las 21:00hs. Acaba de
terminar el noticiero central, sin que ella haya escuchado algo, siguiera el
pronóstico del tiempo al que suele ser tan adicta Empieza ahora un programa de
distracción farandulero que se le hace mudo: ve en la pantalla a algunos
comediantes y una modelo que ríen y gesticulan pero no los oye. No lo entiende.
De pronto algo la saca del
magacín: suena el teléfono y lo atiende con prontitud.
-
Dime algo positivo, hija mía – pide.
Escucha la respuesta moviendo la
cabeza afirmativamente. Se despide con calma. Suspira. Vuelve a la caminata
infinita.
Son las 22:00hs. Sale de su
círculo mágico para avanzar por otro sendero que ha ido formando sin querer: el
que va a la cocina. Abre la heladera y la luz que se enciende la petrifica. Sus
ojos se posan sobre un pollo horneado, perfectamente dorado y casi sin tocar,
pero no lo nota. Lo que hizo fue una rutina: no busca nada, no ve nada, solo
piensa, piensa más de lo que debería pensar.
Cierra la puerta inferior y abre
la del congelador, de donde toma un hielo. Piensa enfriar para tomar un jugo de
pomelos, que en la tarde no tomó porque estaba muy frío, y luego quedó sin
guardar. Coloca el hielo en la mesada y toma un cuchillo común. Quiebra el
hielo de un golpe, pero en vez de seguir con la preparación da otro golpe, y luego
otro y otro. El hielo se dispara destrozado por la mesada y el piso, y solo
cuando el cuchillo le salta de las manos se deja caer al piso. Llora, llora
desconsoladamente.
A las 23:00hs piensa en cuánto
llanto puede caber en una hora. Ya está calmada. Ha llorado, se ha limpiado y esta
vez sí ha tomado el jugo de pomelo, 2 vasos bien fríos. Siempre en su sala,
repara en la ventana grande que da a la calle. Siente que su alma fue tomando
el ritmo de afuera, cada vez más calma, silenciosa y profunda. Inclusive la
llovizna que empieza a caer.
Decide rezar y opta por un
rosario para poder aferrarse a algo material, como solía expresar: para sentir
“a alguien” sosteniéndola de la mano. Confunde los misterios del día, lo que es
entendible, pues ella misma confunde los días, está sin noción de ellos. El
primer misterio lo completó bien, el segundo lo extendió unas aves María y los
demás los juntó repitiendo la oración desordenadamente unas 60 veces. Los dedos
no avanzaban sobre las cuentas, sino que se apretaban por ellas mientras el
pulgar gastaba solamente una durante toda la plegaria.
Su fe es menor a sus pensamientos,
y es que piensa más de lo que debería pensar. Y lo que piensa ya no es ordenado.
No da tregua a su mente y sus pensamientos se le presentan como visiones, unos invitándolo
a jugar, otros a que se acueste un rato. No acepta ninguna oferta y espanta a
quienes lo seducen prendiendo la radio. No escucha qué es lo que suena, pero
deja de escucharse así misma por un rato y eso le gusta.
Sabe que debe dormir, pero su
cama es otra descuidada pretendiente. Algo teme, especialmente ese día. Se
aprieta el pecho y suspira.
Entonces, cerca ya de la media
noche, la calma de esa noche de barrio tranquilo se quebranta con una serie de
ladridos. Es miércoles o jueves, no suelen haber borrachos esos días. No los
hay. Tampoco tienen ni aparecen en escena amigos de lo ajeno. Es raro, pero los
perros no se detienen y los ladridos se hacen chillidos. Entiende que es un
anuncio funesto y se santigua con el rosario aún liado en los dedos.
El teléfono de la casa suena de
nuevo, puntual a las 00:00hs, o quizás 1 minuto después. Un corazón contento
pero con la voz llorosa la llama desde el hospital para contarle que su nieta
ha salido de terapia intensiva, finalmente. Serán noticia por haber vencido al
coronavirus. Nadie contesta y la joven piensa en que su madre se habrá quedado
dormida y está descansando un rato, por fin, después de tan trágica semana. No
insiste para no demorarse y volver junto a su hija.
El reloj avanza con su ritmo de
carreta antigua, lo que no le impide marcar que son las tres de la madrugada.
Afuera los perros siguen llorando. Adentro ya nadie esperará a las chicas
cuando vuelvan del hospital.
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