Para
los besos, los ojos cerrados.
Después,
para
los botones, su espalda.
Media
vuelta,
frente
a frente.
La
altura, diferente al principio.
Al
hacernos horizonte,
por un
minuto iguales,
y a
medida que
nuestra
respiración se aceleraba,
su
cabeza iba quedando
cada
vez más arriba de la mía.
El arte
despierta.
Corre
la pintura,
se
mueven las manos,
precisas,
suaves
a ratos,
a ratos
violentas.
Mientras
tanto, la luz.
La luz
era la testigo.
Sinceridad?
Pudor?
Quién
sabe...
El
concierto era lento.
Quizás
por el lugar.
Quizás
por nosotros mismos,
pero
siempre... el miedo.
Miedo
a ese
vaivén,
creador,
asesino;
A esos
temblores
de
únicamente
esos
momentos.
El
suelo,
el
improvisado y el real,
camuflados
en un
color nuevo,
distinto
a los
propios pensamientos.
Los
disfraces,
los
complejos,
la
locura y
la
desesperación: solos.
Inclusive
mucho
después
de ese
gran
suspiro,
olvidados
como
si nada
al
costado
del lecho.
Y el
infinito,
presente
por fin
en el
calor
de ese
sueño,
posible,
cercano,
amigo.
Luego,
un
abrazo aún
mucho
más intenso.
Y al
acercarse,
en una
mirada
profunda
como el
primer
golpe,
el
mutuo acuerdo,
nada de
máscaras.
Sus
manos se
acercaron
a mi rostro;
dejando
su
cintura
las
mías
buscaron el suyo.
Y allí,
por
primera vez,
oscuridad.
(Después
ya no
volvimos
a vernos).
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